Martín Ramos refiere en Documentoscopia el libro de Alah H. Gardiner -que podéis encontrar en este enlace: https://archive.org/details/UGAAe4_3/page/n27- y la reseña “más antigua” sobre falsificación documental.
No tiene nada de extrañar que esté vinculada a un pedazo de tierra.
Recordemos que la escritura surgió como una necesidad de anotar -más allá de la memoria de cada cual- las cantidades y tipos de mercancías concretas que se comercializaban, vía marítima o terrestre, en la Antigüedad.
La escritura era reservada para los sacerdotes, de ahí que la palabra “jeroglífico” tenga esta etimología tan clara: ἱερός (sagrado) y γλύφειν (grabar) y los demás tiraban de materia gris para acordarse de todo, por ejemplo, los aedos podían memorizar hasta los 15000 versos/hexámetros de la Odisea.
Volvamos al tema.
Un tal Mes reclamaba unas tierras que habían pertenecido a su familia desde la XVIII dinastía, desde el 1650 a. C.
Durante el juicio, un tal Khay aportó unos títulos de propiedad.
Estos se analizaron oportunamente y la Audiencia de Heliópolis resolvió que los documentos eran falsificaciones cuando se compararon con los registros catastrales que las autoridades conservaban.
Y desde entonces, oportunistas, falsificadores, estafadores, mentirosos y ladrones siguen dándonos trabajo a los peritos calígrafos.
De la misma manera como los abogados y médicos “cuyo oficio es vivir de los disparates y excesos de los demás” Larra dixit, Modos de vivir que no dan de vivir. Recomendabilísimo.