Hace ya unos años nos encomendaron a un grupo de expertos, la expertización de una obra atribuida al pintor Pablo Ruiz Picasso y para ello debíamos de viajar a la ciudad de Damasco –en un contexto prebélico- para realizar los análisis necesarios in situ.
El viajecito se las trajo y nos vimos envueltos en una trama al estilo Tintín. Después de cuatro días analizando otras obras, durmiendo y comiendo poco y mal nos enseñaron la obra.
Cual no fue nuestra sorpresa cuando al acercarnos a aquel cuadro, supuestamente realizado en 1919 según constaba en la firma, seguía oliendo a óleo recién estampado.
La sorpresa iba en aumento cuando al tocar suavemente con los guantes de látex la superficie del cuadro, ésta estaba blanda y no ofrecía ningún signo de deterioro físico, alteración o craquelado.
Ante esta inspección inicial y la mirada atenta de cuatro personajes difíciles de definir, observamos mediante la lámpara de UV un envejecimiento artificial de la tela logrado con un preparado de betún de Judea extendido con una esponja.
Entre los expertos mantuvimos nuestra mínima conversación en catalán y aguantamos el tipo perfectamente, cuando bajo coacción nos exigían que diéramos nuestra conformidad sobre la autenticidad de la obra y la firma del pintor.
La situación incómoda provocó una respuesta prudentísima por nuestra parte y aunque manifestamos nuestras dudas –sin aclarar los motivos a pesar de las evidencias- manifestamos la necesidad de proseguir con nuestra investigación en Barcelona para poder ofrecer conclusiones más contundentes.
Así, con el miedo en el cuerpo proseguimos el protocolo de inspección ocular, recogida de muestras, medición y toma de fotografías. Salimos de allí y nos dirigieron hacia el aeropuerto a la 1 de la madrugada: volvíamos a casa, vía Ámsterdam, con vigilancia expresa, hasta esa ciudad.
En cuanto a la firma no había ninguna duda: el apellido se había estampado muy torpemente, con sucesivos levantamientos de útil y con una impregnación del óleo grumosa, temblorosa e inacabada; además sucesivos retoques se observaban en todo el recorrido; esta misma torpeza, temblores y chapuzas eran visibles en toda la obra.
La prueba definitiva la encontramos cuando pudimos extraer, con una pinza y sin ninguna dificultad, una cedra del pincel que se había quedado incrustada en la rúbrica, y al arrancarla, dejó escapar un ligero reguero de óleo fresco, perceptible con la lupa. Nada menos.