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Un hombre de 83 años acudió al despacho porque su escritura -tras un ictus- era muy temblorosa y apenas legible.

Este hombre necesitaba firmar una serie de documentos bancarios y en su entidad bancaria le ponían pegas porque su firma “no se parecía a su firma digital” (el programa informático en cuestión no reconocía su firma como buena)

Este hombre podía haber montado en cólera o acudir al notario de toda la vida para hacer un reconocimiento de firma, pero optó por algo más complicado.

Reaprender a firmar sin esos temblores que desestructuraban la forma, modificaban las proporciones y empequeñecían el trazado.

Podía haber firmado con ese truco sencillo de una pequeña ingesta de alcohol o enfriando la mano en agua fría, pero, insisto, este señor optó por lo difícil.

Y así, nos pusimos a trabajar.

Y lo consiguió.

Realizó sencillos ejercicios de grafomotricidad utilizando y probando varios útiles en distintos soportes y papeles -pautados, en blanco y con diferentes cuadrículas -.

Se ejercitó en el garabato, aprendió a redirigir su mano, a controlar los espasmos y a corregir esos efectos de la distonía muscular -como las torsiones en las hampas-.

Ese hombre que había sobrevivido a un S XX bélico y posbélico, no se iba a rendir fácilmente y al final recuperó su tan querida firma, quizás no con la firmeza y la tensión de antaño, pero sí con la voracidad de quien sabe que le queda poco tiempo.

Y, sonriendo, estampó esa firma en todos los documentos bancarios necesarios e innecesarios (ya conocemos todos la burocracia).

Un gran ejemplo, q.e.p.d.